Título: "Ecos de un Corazón: Redención y Castigo en la Mansión de la Campa"

La mansión de los De la Campa siempre había sido sinónimo de lujo y poder. Christian de la Campa, un hombre atractivo, musculoso, y conocido por su egolatría y narcisismo, reinaba sobre su hogar y su carrera como actor y modelo con mano dura. Su mayor orgullo era su hijo mayor, Diego, un joven de 18 años que reflejaba la imagen y valores de su padre. Diego era el quarterback más popular de la preparatoria elitista a la que asistía, confirmando cada día las expectativas de su padre. Sin embargo, la otra cara de la moneda era Juan, el hijo menor de 16 años. A diferencia de su padre y hermano, Juan era noble, humilde, con un corazón de oro. Desafortunadamente, estas virtudes no eran apreciadas. Para su padre y hermano, Juan era insignificante, un nerd débil y una vergüenza que camuflaban diciendo que era un ahijado dejado en la puerta de su mansión. Juan no solo sufría en casa, sino también en su escuela. Diego y sus amigos no perdían oportunidad para hacerle bullying, reforzando la etiqueta de huérfano que le habían impuesto. Lo que nadie sabía era que Juan padecía una enfermedad cardíaca grave y necesitaba un trasplante de corazón. Sin apoyo ni atención, el joven soportaba en silencio la agonía de su condición, deseando, a veces, que esto terminara de una vez. Un día, el dolor físico y emocional se hizo insostenible. Juan decidió huir de ese infierno para encontrar un poco de paz antes de su inevitable final. Con unas pocas maletas, se dirigió a la puerta de la mansión. Al verlo, Christian y Diego lo interceptaron. —¿Qué crees que estás haciendo? —bramó Christian—. No te irás de aquí. Eres un insignificante, tu lugar está en la cocina. —Ya no aguanto más. Me largo de este infierno, adiós —respondió Juan. Furiosos, Christian y Diego lo sujetaron con fuerza. Juan luchaba y gritaba por su libertad. En un arrebato de ira, ambos lo arrojaron por el balcón de las escaleras. Juan cayó varios metros, golpeando fuertemente el suelo del primer piso. Ambos quedaron paralizados por unos segundos, pero la gravedad de lo que habían hecho los golpeó. Corrieron hacia él y con un pánico desconocido en sus miradas, llevaron a Juan al hospital. Allí, los médicos hicieron todo lo posible, pero les informaron que el impacto había agravado su enfermedad cardíaca y que estaba agonizando. En su lecho de muerte, Juan pidió ver a su padre y hermano. Con una serenidad que contrastaba con la tormenta que sentían, Juan les dijo: —No les guardo rencor. Quiero descansar en paz. Los perdono. Christian, desesperado y arrepentido, rogó: —Hijo, por favor, resiste. Mi dinero puede pagar lo que sea para que vivas. Diego, igual de quebrantado, también suplicó: —Hermanito, por favor, perdóname. Resiste. Con un último suspiro, Juan dejó este mundo, dejando a Christian y Diego destrozados. Días después, durante el entierro en la mansión, Christian colocó una flor en la tumba de su hijo y, con lágrimas en los ojos, dijo: —Perdóname por no ser un buen padre, hijo. Ahora que no te tengo, sufro porque no podré reparar el daño. El dolor era palpable. Entonces, se escuchó una voz aterradora: —¿Harían lo que fuera para que él estuviera vivo? Christian respondió con desesperación: —Haría lo que sea para que mi hijo viva. Diego, con la misma intensidad, afirmó: —Yo también haría lo que sea para que mi hermanito no hubiera muerto. La voz, llena de solemnidad, respondió: —Así será. Pero no bajo vuestro techo. Tendrá el amor y el cuidado que merece, pero no será en vuestro hogar. En vez de tenerte a ti como padre, tendrá al hombre que siempre le dio amor, a quien tú echaste y enviaste a la cárcel por intentar protegerlo: el jardinero. En esta nueva realidad, no lo enviaste lejos y no lo callaste. Le diste al joven a su cuidado, y ordenaste al jardinero que se fuera lejos con él. Este es tu castigo. Cuando la voz se desvaneció, la realidad se alteró. Christian y Diego despertaron sintiendo la ausencia de Juan. De inmediato, empezaron a buscarlo desesperadamente. Christian, determinado a recuperar a su hijo, no se detendría ante nada. Al encontrar a Juan, lo vieron llamando "papá" al jardinero. Llenos de rabia y celos paternales, empezaron una batalla contra el hombre que consideraban un intruso. Christian creía que su dinero y poder le devolverían a su hijo. Pero las lágrimas y el sufrimiento de Christian y Diego eran en vano. En esta nueva realidad, Juan crecería en un hogar lleno de amor, pero nunca volvería a sus brazos. El jardinero, cuya bondad y desinterés habían salvado a Juan, era ahora su verdadero padre. El karma había dictado su sentencia, y Christian y Diego vivieron el resto de sus días con el dolor y remordimiento de haber perdido para siempre a Juan, sabiendo que el amor y la compasión siempre prevalecen sobre el egocentrismo y la crueldad.