The Last Whisper of Loyalty: A Colonel and His Son's Story

En mayo de 1945, justo después de la rendición de Alemania en la Segunda Guerra Mundial, un tribunal en Núremberg procesaba a varios de los principales oficiales nazis. Entre ellos se encontraba el coronel Heinrich Müller, un hombre de 32 años con una apariencia notablemente atractiva pero con un historial de crímenes atroces contra la humanidad. Su historial estaba lleno de horrores cometidos contra los judíos durante el Holocausto. Después de un largo proceso de juicio y de que se leyeran meticulosamente todas las pruebas de sus crímenes, incluyendo el cautiverio de un joven judío de 15 años en su propia casa, el juez le preguntó: —¿Cómo se declara? Sin asomo de remordimiento, Müller esbozó una sonrisa cruel y respondió: —Es cierto. Cometí esos crímenes y no me arrepiento de nada. Pero permítanme aclarar una cosa: ese joven no estaba secuestrado, está en nuestra casa porque es mi hijo. Escucharon bien, él es el único judío que, a mi juicio, merece vivir. Los murmullos recorrieron la sala del tribunal. El coronel continuó con su relato mientras algunas personas presentes apenas contenían su incredulidad: —Cuando lo encontré en 1939, tenía nueve años. Desconocía que una de mis conquistas en 1930 era judía y que estaba embarazada de mí. La capturé en Polonia y, al ver a ese chico, supe su edad. Le hice una prueba de ADN y, al confirmarlo, se lo arrebaté a esa mujer. Desde entonces ha estado en mi casa, educándose adecuadamente. Es mi pequeño, lo único bueno que tengo en este mundo. El tribunal quedó en silencio cuando el joven, quebrado de tristeza, se acercó a su padre y le preguntó: —¿Por qué mataste a tantos inocentes, aunque lo niegues son judíos como yo? ¿No me hubieras matado solo por ser judío? Con un tono de afecto distorsionado, Müller respondió: —A ti nunca te haría daño. Eres mi hijo, no eres como los demás. Eres la excepción. Ahora, abrázame. Si voy a morir, quiero irme con un último abrazo tuyo. El joven fue apartado por dos miembros del ejército mientras el coronel era llevado de vuelta a su celda. Un oficial le dijo al coronel: —No se preocupe, el chico estará bien. Estará en otro hogar y tendrá nuevos padres que lo cuiden. Ese comentario enfureció a Müller. En un arrebato, lo golpeó con una violencia inesperada, robó su ropa y su identidad, y logró escapar. Esa noche, armado con una pistola y disfrazado, Müller irrumpió en el albergue donde había sido trasladado su hijo. Apuntó el arma a los cuidadores y, con una voz firme y resuelta, le dijo al muchacho: —Vamos, comenzaremos una nueva vida. Entre lágrimas y desesperación, el joven suplicó: —Papá, por favor. No puedo seguir viviendo como un prófugo. Ríndete. Pero la fría determinación de Müller no se dejó ablandar por los ruegos del muchacho. —Eso nunca va a suceder —respondió antes de noquear al joven. Luego los cargó a ambos en un coche que los llevó hasta el puerto más cercano, donde se embarcaron rumbo a los Estados Unidos. En aquella travesía, las sombras del pasado no dejaron de acechar al joven, atormentado por su propio origen y la crueldad de su padre. Con el océano como testigo, padre e hijo surcaron el horizonte, hacia un destino incierto, pero indudablemente marcado por los fantasmas del pasado que nunca podrían dejar atrás.