Silent Echo

David Chocarro, un joven lleno de ambiciones, comenzó su carrera con el apoyo incondicional de su esposa, Adriana, y su recién nacido hijo, Matías. Adriana estuvo con él en los momentos más difíciles, alentándolo a perseguir sus sueños de actuar y modelar. Su amor por ellos lo impulsó a esforzarse y obtener éxito para brindarles una vida cómoda y llena de oportunidades. Sin embargo, con la fama llegó la tentación y la vanidad. A medida que la carrera de David ascendía, también lo hacían su ego y su narcisismo. Rodeado de admiración y deseo, sucumbió a la lujuria y se dejó llevar por los encantos de mujeres que solo veían su físico. Pronto, la importancia de su familia se desvaneció en su mente. Adriana, a pesar de su sufrimiento, soportaba su desprecio. David empezó a tratarla como una criada, relegándola a dormir en los cuartos de servicio y negando su existencia en público, insistiendo en que era soltero. Matías, por otro lado, era un adolescente sensible y tímido, con una inclinación por la lectura y la ciencia, características que su padre despreciaba con crueldad. David no solo nunca pasó tiempo con su hijo, sino que se convirtió en su principal acosador, humillándolo por ser todo lo que él consideraba débil e insignificante. Pasaron quince tormentosos años y, en la cúspide de su carrera, David organizó una fastuosa fiesta para celebrar sus 16 años como actor. Entre los invitados estaba una de sus amantes, Marcela, a quien David había prometido matrimonio solo para obtener lo que quería. Cuando Marcela descubrió la verdad, su despecho se convirtió en ira. Irrumpió en la fiesta con una pistola y, con la intención de herir a David, disparó. Lamentablemente, la bala se desvió y golpeó a Matías. Matías cayó al suelo, y por primera vez en años, David sintió una mezcla de preocupación, culpa y remordimiento. Adriana corrió hacia su hijo, suplicando con lágrimas en los ojos que no la dejara. David, sintiendo el peso de sus errores, se arrodilló al lado de Matías y le rogó que resistiera, prometiendo que los paramédicos estaban en camino. Matías, con una calma resignada, miró a su padre y, sin rencores, le dijo que lo perdonaba. Después de pronunciar estas palabras, Matías murió. David lanzó un grito desesperado, negándose a aceptar la realidad. Adriana, con el corazón roto, lo enfrentó. Le dijo que era su culpa y que ahora, sin su hijo, finalmente buscaría su propia felicidad. Ella exigió el divorcio y se marchó, dejándolo solo en su dolor. Durante el funeral, David se mantuvo cerca del ataúd, insistiendo en cargarlo, aferrándose al último rastro de su hijo. Cuando el ataúd fue bajado a la tumba, Adriana se despidió de David, cortando los últimos lazos que los unían. David, arrodillado y suplicante, le pidió que no se fuera, pero ella, con voz firme, le recordó que él mismo había destruido su familia con sus mentiras y negligencia. La soledad y la culpa lo consumieron. Al entrar en la habitación de Matías, David se derrumbó al tocar sus cosas. Gritaba, lamentando cada momento perdido, cada oportunidad desperdiciada de ser un verdadero padre. Lanzó los objetos de Matías al suelo en un ataque de dolor y arrepentimiento, antes de acurrucarse en la cama de su hijo, rodeado de sus recuerdos. Con el tiempo, el dolor se volvió insoportable. La realidad se volvió borrosa para David y, en su mente quebrada, creó un mundo donde su hijo seguía vivo. En esa fantasía, pasaban tiempo juntos, recuperando los años perdidos. David, atrapado en su delirio, se dedicaba a ser el padre que nunca fue, viviendo en un constante estado de negación y locura. La carrera que una vez lo llevó a la cima resultó ser su mayor caída, y una vida de fama y vanidad lo condenó a una existencia solitaria y desesperada, donde el arrepentimiento y el dolor eran sus únicos compañeros.