Redención de Christian de la Campa

Había una vez un hombre llamado Christian de la Campa, un actor y modelo conocido por su atractivo y musculoso cuerpo, pero también por su egolatría y narcisismo. Tenía dos hijos, uno de los cuales era su mayor orgullo: Max, de 18 años, que era una copia exacta de su padre en todos los sentidos. Max era el chico más popular de su preparatoria de élite y el quarterback del equipo de fútbol, admirado y envidiado por muchos. En cambio, su hijo menor, Liam, de 16 años, era todo lo contrario. Mientras que Christian y Max se pavoneaban en su arrogancia, Liam era noble, humilde, con un corazón de oro. Un verdadero nerd que siempre prefería los libros y la ciencia sobre la popularidad y el deporte. Para Christian, Liam era insignificante y una fuente constante de desdén. Constantemente lo humillaban, refiriéndose a él como un ahijado abandonado en la puerta de su mansión, tanto en público como en privado. Max, siguiendo el ejemplo de su padre, también negaba a su hermano menor y participaba activamente en su bullying, acosándolo en la escuela con la ayuda de sus amigos. Liam, a pesar de su rostro valiente, ocultaba una verdad oscura: sufría en silencio de una enfermedad cardíaca que requería un trasplante urgente. Sin embargo, su deseo de paz y su rechazo por el entorno hostil le impedían buscar ayuda. Un día, agotado por el dolor físico y emocional, Liam decidió dejar la mansión para pasar sus últimos días en paz. Con maletas en mano, estaba a punto de cruzar la puerta cuando Christian y Max lo interceptaron. —Tú no te vas a ir de aquí —dijo Christian con desdén—. Eres muy insignificante. Tu lugar es en la cocina. —Me iré de este infierno —respondió Liam con voz temblorosa—. Adiós. Ambos, enfurecidos, lo agarraron por la fuerza. Liam gritaba que lo soltaran, pero ellos, en un arrebato de ira, lo arrojaron por el balcón de las escaleras. El joven cayó varios metros y se golpeó brutalmente. Al darse cuenta de la gravedad de lo que habían hecho, Christian y Max corrieron hacia el primer piso. La culpa y el remordimiento los golpearon con fuerza. Desesperados, llevaron a Liam al hospital, donde Christian rogó que su hijo fuera salvado. Los médicos hicieron todo lo posible, pero le dijeron a Christian que el accidente había agravado la enfermedad cardíaca de Liam y que estaba agonizando. El joven, con su último aliento, pidió verlos. —No les guardo rencor —dijo Liam con una voz apenas audible—. Quiero descansar en paz. Los perdono. Christian, con lágrimas en los ojos, le suplicó perdón y le rogó que resistiera. Max, también llorando, se arrodilló junto a la cama de su hermano. —Por favor, resiste —sollozaba—. Te lo suplico. Pero Liam cayó en coma, y el médico informó a Christian que el joven necesitaba un corazón nuevo y que era necesario desconectarlo para evitar más sufrimiento. Enfurecido, Christian se negó rotundamente. —Me llevaré a mi hijo de aquí. No lo desconectarás. Buscaré un corazón para él cueste lo que cueste. Y así, Christian se llevó a Liam de vuelta a la mansión, donde contrató a una enfermera para que lo atendiera. Todos los días, le susurraba: —Descansa, hijo. Papá está buscando un corazón para ti. Te amo mucho. Pronto estarás bien. Ya castigué a tu hermano por golpearte en la preparatoria y vengué tu corazón roto. Nadie se mete con mi hijo. Después de besarle la mejilla, Christian se encontró con Max, golpeado y arrepentido. Max, con lágrimas y dolor en los ojos, le preguntó por su hermano. —Está descansando, espero que hayas aprendido tu lección— respondió Christian con severidad. Ambos sabían que tenían que enmendar sus errores. Christian, que había leído todo el diario de Liam, comprendió el valor y la bondad de su hijo menor como nunca antes lo había hecho. Ahora, su única meta era encontrar un corazón para Liam y tratar de reparar los daños ocasionados. En la sombrosa mansión, Christian de la Campa, alguna vez arrogante y narcisista, se embarcó en la búsqueda de redención, dispuesto a sacrificar todo por salvar la vida de su hijo.