Pride's Shadows: The Story of a Tycoon and his Lost Son

Una tarde brumosa en la ciudad de Nueva York, Maxwell Sterling, un magnate atractivo, musculoso, narcisista y egocéntrico de 30 años, revisaba algunos documentos en su despampanante oficina. La llamada inesperada de su abogado no despertó en él la menor curiosidad sino hasta que escuchó las palabras "tienes un hijo de 12 años". —Un hijo mío— pensó. —No puede ser. La sorpresa inicial se tornó rápidamente en desdén cuando se enteró de que el niño, Samuel, era negro. Maxwell, atrapado en sus ideas racistas, no quería saber nada de ese niño al que nunca había considerado. Decidió ponerlo a cargo de las criadas para que realizara las tareas domésticas, asegurándose de que, a su mente prejuiciosa, su hijo "inferior" no interfiriera en su vida. Samuel, con doce años y un ambiente completamente hostil, enfrentaba cada día el desprecio de su propio padre. Tres largos y dolorosos años transcurrieron en los que Samuel se acostumbró al desprecio y el odio. A pesar de la dureza del entorno, el joven desarrolló una resiliencia y nobleza de corazón que Maxwell jamás podría comprender. Fue una tarde mientras paseaba, cuando Maxwell y Samuel se encontraron envueltos en un escenario caótico. Un atentado. En el momento crucial, Samuel, sin dudar, se interpuso entre su padre y el atacante, recibiendo el impacto mortal. Tendido en el suelo, la vida de Samuel se iba apagando. La mezcla de miedo, desesperación y una emoción desconocida para Maxwell lo inmovilizó, viéndose reflejado en los ojos oscilantes de su hijo. Las súplicas llenas de arrepentimiento y culpa rompían la fría fachada del magnate. —¡Resiste, Samuel, resiste! ¡Llamen a una ambulancia!— gritaba Maxwell, sujetando el cuerpo insoportablemente liviano de su hijo. Pero Samuel ya no respondía. Aquel eco desgarrador reverberaba dentro de él. La noticia del fallecimiento del joven dejó a Maxwell consumido por un dolor inédito. El velorio fue un evento solemne donde Maxwell insistió tristemente en cargar el ataúd de su hijo hacia el mausoleo familiar. Los susurros mordían como serpientes. —Hipócrita, nunca quiso a su hijo y ahora lo llora y carga su ataúd— murmuraban los criados. Maxwell era insensible a cualquier suspiro de juicio ajeno. Solo le quedaba el vacío que Samuel había dejado. Días y noches sin fin, Maxwell fue devorado por la culpa y el arrepentimiento. La tragedia le llevó a explorar obsesivamente todas las alternativas, llegando a colgarse de una esperanza clandestina: la clonación humana, un acto prohibido y moralmente cuestionable. —Mi fortuna puede comprar cualquier cosa. Te traeré de vuelta, hijo— murmuró para sí, decidido e intransigente, como siempre, pero esta vez movido por una nueves ansias de redención y amor no correspondido. Dedicó todo su capital y esfuerzos a ello, ignorando leyes y moral. En su mente, construiría un nuevo destino donde podría corregir sus errores y, de alguna forma, honrar a Samuel, aunque la réplica no tendría los recuerdos ni la valentía de su hijo perdido. No sabremos si el nuevo Samuel realmente llenó ese vacío, lo que sí sabemos es que Maxwell nunca volvió a ser el mismo. La cicatriz de sus acciones y su redención dejó huella, una historia que su fortuna nunca pudo sanar completamente.