Lost Magic Echo

Dentro de las sombras imponentes del Orfanato Tremayne, un lugar olvidado por el bullicio del mundo muggle, alguien esperaba entre la penumbra para sellar su destino. El mago Alaric Ravenswood, cuya presencia era tan distintiva como su arrogancia, nunca habría imaginado que aquel lugar volvería a formar parte de su vida. Alaric, conocido por su belleza y su habilidad mágica, se consideraba intocable. Su narcisismo no le permitía concebir una vida con imperfecciones. A los veinte años, había dejado en ese orfanato a su hijo, un niño nacidos sin magia - un squib. Para él, aquello había sido una humillación intolerable. Pasaron quince años desde aquel día. Alaric, ahora de treinta y cinco años, seguía viviendo su vida de lujos y poderes hasta que una carta ensombreció su mundo. El sobre, simple y muggle, significaba más de lo que él había querido recordar. El orfanato exigía su presencia. Sin embargo, su arrogancia se resquebrajó al cruzar las puertas de aquel sitio rodeado de un aire viciado por dolor y esperanza marchita. Al ingresar al orfanato, fue guiado por las miradas silenciosas y temerosas de los niños abandonados y el incesante murmullo de un edificio que había visto mejores tiempos. Lo llevaron a una habitación fría y estéril. La escena lo golpeó como un hechizo paralizante: en una camilla desgastada yacía su hijo, convulsionando, con el rostro pálido y la vida escapándosele entre espasmos. Por primera vez en años, el majestuoso y altivo Alaric sintió el verdadero aguijonazo del arrepentimiento. En ese instante, toda su fachada de invulnerabilidad se esfumó. Con lágrimas en los ojos y el corazón apretado, se lanzó hacia el joven, arropándolo en sus brazos. “Resiste, te sacaré de aquí”, susurró Alaric con desesperación. “Buscaré a los mejores médicos, haré cualquier cosa… ¡Sólo no mueras! Perdóname…” Pero la oscura noche no escuchó sus súplicas. La vida ya no respiraba en quien una vez fue su hijo, su legado silenciado por su propio egoísmo. No dispuesto a aceptar la cruel realidad que él mismo había labrado, Alaric tomó el inerte cuerpo y lo transportó a su inmensa mansión, una prisión de recuerdos y opulencia. Encerrado en una habitación secreta, Alaric colocó al joven sobre una cama de terciopelo oscuro. Con gestos estudiados y voz quebrada, Alaric conjuró un hechizo de preservación, un acto desesperado para desafiar a la muerte. “Ahora vuelvo, hijo”, dijo con una mezcla de locura y esperanza. “Te levantaré y vivirás. No me importa lo que tenga que hacer…” La mansión resonó con promesas de redención y desesperación, mientras Alaric, en un viaje de redención y magia prohibida, se embarcaba en una búsqueda para revertir lo irrevocable, sin comprender aún que algunos errores perduran más allá de cualquier poder conocido.