**La Canción Olvidada**

Había una vez un joven de 16 años llamado Lucas, de buenos sentimientos, que a pesar de su inteligencia y pasión por la lectura, era considerado nerd y débil. Su vida no era fácil; además de sufrir bullying en la preparatoria debido a su aspecto frágil y su salud delicada, enfrentaba un dolor más profundo en su propio hogar. Su padre, Alejandro, era un hombre de 32 años, atractivo, musculoso y narcisista. Trabajaba como actor y modelo, y había sido seducido por la fama, la vanidad y la lujuria. Alejandro había amado profundamente a Lucas cuando nació, dedicándose completamente a su bienestar, especialmente después de que la madre de Lucas los abandonara. Sin embargo, con el paso del tiempo y el ascenso de Alejandro a la cima de su carrera, su amor por su hijo se desvaneció. Ahora, veía a Lucas como un estorbo, tratándolo como un simple criado y negando su existencia. Un día, agotado por el constante abuso y el sufrimiento, Lucas tomó una decisión. Iría a vivir sus últimos días en paz, lejos de la crueldad de su padre. Mientras él empacaba sus pocas pertenencias, Alejandro se lo encontró en el vestíbulo. Con un tono cruel y despectivo, le dijo: "Al fin me deshice de ti, eres un estorbo. Desearía que nunca hubieras nacido." Justo en ese momento, unos hombres armados irrumpieron en la mansión. Habían sido contratados por una examante de Alejandro que quería vengarse por haber jugado con sus sentimientos. Lucas, siempre dispuesto a sacrificarse por los demás, se interpuso en el camino de una bala destinada a su padre. Cayó al suelo, herido de muerte, y con un hilo de voz dijo: "Adiós, padre. A pesar de todo, te amo y te perdono." Alejandro sintió una oleada de culpa y remordimiento al ver a su hijo desplomarse. Con lágrimas en los ojos, se arrodilló junto a él y le suplicó que resistiera: "Perdóname, hijo. Por favor, resiste. No me dejes…" Pero las súplicas de Alejandro fueron en vano. Lucas no resistió y, con una última exhalación, murió en los brazos de su padre. Tres días después, se llevó a cabo el funeral. Alejandro, destrozado por la culpa, lloraba desconsoladamente. Había organizado todo para que Lucas fuera sepultado con el apellido de la familia, en el mausoleo de la majestuosa mansión que alguna vez había sido su hogar. El remordimiento y la pérdida comenzaron a afectar la mente de Alejandro. Con el tiempo, perdió la razón y empezó a creer que Lucas seguía vivo. Veía y hablaba con su hijo como si estuviera presente, involucrándolo en todas sus actividades diarias. Cualquier mención de la muerte de Lucas lo volvía peligroso, violento y maniaco. Cuando alguien osaba decir que Lucas estaba muerto, Alejandro respondía con rabia: "¡Mi hijo está vivo! No está muerto, está aquí conmigo." Así, Alejandro quedó atrapado en una espiral de locura, marcado por el amor redescubierto demasiado tarde y la culpa que lo consumía. Vivió el resto de sus días en una realidad distorsionada, aferrándose a la presencia imaginaria de su hijo, mientras la sombra de su propio arrepentimiento nunca dejaba de acecharlo.