**Heridas Profundas entre un Padre y su Hijo**

Hace dieciséis años, Adam nació en el seno de una familia que, en aquel entonces, parecía tener un futuro prometedor. Su madre lo abandonó poco después de su nacimiento, dejando a su padre, Daniel, a cargo. Daniel, a pesar de su juventud, amaba a su hijo con todas sus fuerzas y juró que le daría todo lo que necesitara. Fue esta promesa la que lo llevó a perseguir una carrera como actor y modelo, sumergiéndose en un mundo de fama y fortuna. Con el paso del tiempo, Daniel logró su objetivo. Se convirtió en un exitoso actor y modelo, su rostro aparecía en todas las pantallas y revistas. Pero con el éxito vinieron las tentaciones y, tristemente, Daniel sucumbió a la vanidad y la lujuria. Comenzó a despreciar a su hijo, Adam, por no encajar en su ideal de éxito y perfección. Adam, a quien siempre le gustaron la ciencia y la lectura, era un joven de buenos sentimientos pero de constitución débil. Eso no importaba para Daniel; cada vez que Adam intentaba acercarse a él, era rechazado y tratado peor que a un criado. La vida escolar de Adam tampoco era fácil. En la preparatoria, sufría bullying y, debido a su salud delicada, no podía hacer mucho para defenderse. Pero lo más doloroso de todo era el desprecio de su propio padre, quien solía decirle que deseaba que nunca hubiera nacido. Un día, cansado de vivir en un ambiente tan hostil, Adam decidió que lo mejor era irse para vivir en paz los últimos días de su vida. Mientras empacaba sus pocas pertenencias, escuchó detrás de él la cruel voz de Daniel: "Al fin me deshice de ti. Eres un estorbo. Desearía que nunca hubieras nacido". Las palabras se clavaron en el corazón de Adam, pero se giró y miró a su padre una última vez, con tristeza, pero también con comprensión. Justo en ese momento, unos hombres armados irrumpieron en la casa. Habían sido contratados por una examante de Daniel, quien estaba dispuesta a vengarse por haber sido utilizada y abandonada. Daniel quedó paralizado por el miedo al ver a uno de los hombres apuntando un arma directamente hacia él. Sin pensarlo dos veces, Adam se interpuso y recibió la bala destinada a su padre. Cayó al suelo y, con la vida escapándosele rápidamente, miró a Daniel a los ojos. "Adiós, padre", susurró, "a pesar de todo te amo y te perdono". Las lágrimas comenzaron a correr por el rostro de Daniel al escuchar esas palabras. Sentía la culpa y el remordimiento aplastándolo. Se arrodilló junto a su hijo, pidiéndole perdón desesperadamente y rogándole que resistiera. Pero la batalla de Adam había culminado; cerró los ojos y dejó de respirar. La noticia de su trágica muerte conmocionó a todos, pero nadie más que a Daniel, quien tres días después asistió al funeral completamente destrozado. Adam fue sepultado con el apellido de su padre, en el mausoleo de la mansión. El sentido de culpa y el remordimiento comenzaron a corroer a Daniel desde dentro. Con el tiempo, la culpa lo llevó a perder la razón, haciéndole creer que Adam seguía vivo. Daniel empezaba a actuar como si Adam estuviera todavía con él, hablando con él, dándole consejos sobre la vida y pidiéndole que compartieran momentos juntos. Cualquier mención sobre la muerte de Adam desataba su furia. Se volvía peligroso, violento y maniaco si alguien osaba decir que su hijo estaba muerto. En su mente, gritaba desesperadamente: "¡Mi hijo está vivo, no está muerto! ¡Está aquí conmigo!". La trágica ironía es que, al final, Daniel había vuelto a amar a Adam con una intensidad que solo el remordimiento podía avivar. Pero ya era demasiado tarde, y la vida de Adam, que tanto merecía ser valorada, había sido extinguida por el odio y el desprecio de aquel que debería haberle brindado amor y protección.