El Último Acto de Un Hijo Despreciado

En el pintoresco pueblo de San Sebastián, vivía Christian de la Campa, un hombre increíblemente atractivo y musculoso que disfrutaba de la vida privilegiada de un actor y modelo de renombre. Sin embargo, bajo esa apariencia impecable, se ocultaba el alma de un ególatra y narcisista que jamás supo valorar lo que tenía hasta perderlo. El día que su amada esposa falleció después de dar a luz a su único hijo, Christian, con lágrimas en los ojos, prometió a la joven moribunda que cuidaría y amaría a su pequeño con todo su corazón. Los años pasaron y, como una pesada bruma que cubre los días soleados, la promesa de Christian se desvaneció en el aire. En lugar de ser el padre amoroso que juró ser, maltrató y humilló a su propio hijo, Diego, un joven con una mente brillante pero físicamente débil y ansioso por la aceptación de su padre. Diego nunca entendió por qué su padre lo odiaba tanto. Sufría en silencio, soportando el desprecio en casa y el acoso en la preparatoria. Cada día, se volvía más cargante, cada insulto de Christian y cada golpe de los matones de su escuela eran cientos de dagas atravesando su alma. Cansado de tanto sufrimiento, Diego decidió tomar una decisión drástica: emanciparse y comenzar una nueva vida sin la sombra de su padre. Desarrolló un plan meticuloso y, en secreto, redactó el documento necesario para que Christian firmara su emancipación. Aprovechando un momento de distracción, Diego le presentó el documento a su padre, quien, sin leerlo, lo firmó con desdén. Con el primer paso del plan en marcha, Diego preparó la segunda parte de su escape. Consiguió un medicamento que lo haría parecer muerto y contrató a un grupo profesional para hacerse pasar por una funeraria que se encargaría del "cadáver". Una nota, junto con una gran cantidad de pastillas, bastarían para que su muerte pareciera un suicidio. Esa noche, Diego ejecutó su plan y, fingiendo su muerte, dejó la nota junto a las píldoras dispersas alrededor. Christian encontró el cuerpo inerte de su hijo a la mañana siguiente. Al ver la escena, el corazón del hombre de piedra se rompió en mil pedazos. Cayó de rodillas junto al frío cuerpo de Diego, abrazándolo, llorando y gritando de dolor y arrepentimiento. La nota decía: "Papá, sé que siempre quisiste que no estuviera en tu vida. Hoy cumplo tu deseo. Adiós para siempre." Cuando llegó la supuesta funeraria para llevarse el cuerpo, Christian se resistió ferozmente, deseando enterrar a su hijo en la cripta familiar. Sin embargo, los férreos profesionales cumplieron con las "últimas voluntades" de Diego y se llevaron el cuerpo para su supuesta cremación. Mientras Christian creía que su hijo estaba siendo reducido a cenizas, Diego despertaba en otro país, listo para comenzar de nuevo. Libre de su padre, se dispuso a construir una vida que mereciera ser vivida. El tiempo pasó, y en San Sebastián, Christian, consumido por la culpa y el arrepentimiento, comenzó a perder la razón. Revivía cada insulto, cada golpe, y cada momento de desprecio. Las noches se desvanecían en oscuridad, llenas de gritos y pesadillas. Hasta que un día, perdidos su razón y su alma, fue internado en un manicomio. Entre las paredes blancas y acolchadas, Christian gritaba día y noche, pidiendo ver a su hijo, asegurando que Diego lo esperaba para jugar. Sus gritos resonaban por el asilo, como un eco de su propio infierno personal. Así, el narcisista y ególatra Christian de la Campa recibió el castigo de un karma que nunca vio venir. Porque, en verdad, nunca se sabe lo que se tiene hasta que se pierde. La lección fue amarga y eterna, y el hombre que una vez fue invencible ahora solo era una sombra, perdida en su propia locura, lamentando cada segundo el hijo que perdió por su propia ceguera.