El Narco y el Estudiante: Amor y Maldición

En las profundidades de la selva de Yucatán, Aurelio Casillas y sus hombres irrumpieron en un antiguo templo maya, hambrientos de riquezas y poder. Pero lo que no sabían era que al saquear el templo, liberarían una antigua maldición que cambiaría para siempre la vida del infame narco. En el mismo lugar, un joven nerd llamado Ignacio, estudiante de arquitectura, estaba absorto investigando las intrincadas estructuras de la civilización perdida. Cuando los hombres de Aurelio lo encontraron, lo tomaron prisionero, creyéndolo un espía o un testigo demasiado incómodo para dejarlo libre. Aurelio, supervisando el botín, vio a Ignacio y, en un abrir y cerrar de ojos, su mundo se trastocó. El narco de corazón duro y fama de mujeriego sintió un torrente incontrolable de emociones. Una obsesión desbordante se apoderó de él. No se trataba solo de deseo; la maldición había hecho su trabajo y Aurelio se enamoró perdidamente de Ignacio. Ordenó a sus hombres que investigaran cada detalle de la vida del joven. Cuando tuvo toda la información, se presentó ante él, tratando de seducirlo y proponiéndole ser su novio. Pero Ignacio, con más coraje del que había sentido nunca, le respondió: —Nunca me fijaría en un mujeriego que cree que tener muchas mujeres lo hace un gran hombre. Aquellas palabras quemaron a Aurelio como ácido. Por momentos, el impulso de su naturaleza asesina quiso prevalecer, pero el poder de la maldición y su amor por Ignacio lo dominaban. —Si fueras otra persona te mataría, pero tú me has vuelto loco y te digo que serás mi novio y solamente mío —dijo Aurelio con una mezcla de furia y desesperación. Nada parecía funcionar para ganarse el afecto de Ignacio, y la desesperación de Aurelio crecía. Una noche, desesperado, se acercó con una propuesta diferente. —Te dejaré tranquilo, no acostumbro a perder, pero podríamos beber algo por la paz —le sugirió suavemente. Ignacio, confiado, aceptó. Sin darse cuenta, bebió un potente afrodisíaco que Aurelio había colocado en la bebida. Bajo su efecto, Ignacio, en un estado casi onírico, aceptó casarse civilmente con Aurelio. Las noches en la mansión de Aurelio se convirtieron en una mezcla de temor y placer. Cada vez que estaban juntos, Aurelio se aseguraba de que nada ni nadie los interrumpiera, jurando muerte a quien osara molestar su intimidad. Una noche, después de consumar su amor, Aurelio, aún con el latido del éxtasis en su voz, dijo: —Eres mío. Mataré a cualquiera que se atreva a tocarte. Ignacio despertó al día siguiente, aturdido al ver el acta de matrimonio y recordar los eventos de la noche anterior. Temiendo por la seguridad de su familia, decidió quedarse con el narco. Finalmente, le puso una condición a Aurelio. —Si de verdad me amas, debes terminar con tus aventuras extramaritales y solo estar conmigo. Aurelio, conquistado por completo, aceptó las palabras de su "reina" y, con una combinación de dinero y amenazas, terminó con sus relaciones anteriores. Cada día que pasaba, la obsesión de Aurelio por Ignacio se volvía más intensa y posesiva. Puso compañeros del joven a vigilarlo constantemente y se volvió celoso hasta del aire que respiraba. Pero Ignacio, aunque vivía con el temor constante de la peligrosidad de Aurelio, no podía negar que las noches con él eran una mezcla de pasión y ternura que lo dejaban sin aliento. La profecía de la maldición se había cumplido. Aurelio, el temido y peligroso narco, había sido domado por el amor, un amor obsesivo, sí, pero también absoluto y sincero.