**El Eco de Un Amor Perdido**

Había una vez un joven de 16 años de nombre Daniel, conocido por su bondad, inteligencia y su naturaleza frágil. Daniel era lo que muchos llamarían un "nerd". A pesar de sus buenos sentimientos, el destino le había dado una vida dura. Su padre, Alejandro, un actor y modelo musculoso y de un atractivo irresistible, lo maltrataba constantemente. Alejandro era un hombre de 32 años, vanidoso y narcisista, que prefería negar la existencia de su propio hijo. Alejandro no siempre había sido así. Cuando Daniel nació, su madre, incapaz de hacerse cargo de él, lo abandonó y se lo entregó a Alejandro. En aquel tiempo, Alejandro amaba y adoraba a su hijo. Trabajó duro para salir adelante y darle todo lo que necesitara. Pero la fama y la lujuria lo corrompieron, haciéndolo olvidar aquello que de verdad importaba: su hijo. La vida de Daniel en la preparatoria era un infierno. Sus compañeros lo acosaban, y para colmo, su salud era muy delicada. Abrumado por el dolor y el rechazo, un día decidió irse de la casa, buscando vivir en paz sus últimos días. Mientras se marchaba, su padre, en un arrebato cruel, le gritó: "Al fin me deshice de ti, eres un estorbo. Ojalá nunca hubieras nacido". Pocos segundos después, unos hombres armados irrumpieron en la mansión. Habían sido contratados por una ex amante despechada de Alejandro, que buscaba venganza por haber sido utilizada y abandonada. Uno de los hombres apuntó con su arma hacia Alejandro, pero Daniel, movido por el amor hacia su padre a pesar de todo, se atravesó ante la bala y salvó la vida de Alejandro. Daniel cayó al suelo, susurrando sus últimas palabras: "Adiós, padre. A pesar de todo, te amo y te perdono". Alejandro, sintiendo el peso de la culpa y el remordimiento, le pidió perdón y le suplicó que resistiera, pero fue en vano. Daniel no pudo resistir y murió. Tres días después, se llevó a cabo el funeral. Alejandro, destrozado y sumido en lágrimas, se aseguró de que su hijo fuera sepultado con su apellido, en el mausoleo de la mansión. La culpa y el dolor quebraron la cordura de Alejandro, llevándolo a la locura. En su desequilibrio mental, creía fervientemente que Daniel aún vivía y que compartían tiempo juntos. Cualquier mención de la muerte de su hijo lo volvía peligroso y violento, gritando con desesperación: "¡Mi hijo está vivo, no está muerto, está aquí conmigo!". Finalmente, fue llevado a un manicomio, donde su mente fue tratada y sanada con el tiempo. Un día, mientras caminaba por el jardín del sanatorio, Alejandro encontró una lámpara antigua y polvorienta. Al frotarla, de ella salió un genio que le preguntó cuál era su deseo. Sin dudarlo, Alejandro deseó regresar al día anterior a la muerte de su hijo, conservando todos sus recuerdos. El genio cumplió su deseo. Alejandro se encontró de vuelta en su mansión, la noche anterior al trágico suceso. Al ver a Daniel vivo, lo abrazó con todas sus fuerzas, lágrimas de alivio y arrepentimiento corriendo por su rostro. "Ahora te salvaré, no volveré a perderte", le prometió con el corazón roto. Inmediatamente, contrató a varios hombres para proteger la mansión. Daniel, sorprendido por el abrazo repentino de su padre, se quedó inmóvil al principio, pero luego permitió que lo abrazara. Alejandro, entre lágrimas, le pidió perdón por todo lo que le había hecho pasar y prometió ser un buen padre de ahora en adelante. Esta vez, Alejandro no fallaría. Aprendió a valorar lo que realmente importaba y, con el tiempo, reconstruyó la relación con su hijo. Daniel vivió rodeado de amor y protección, y juntos, construyeron una nueva vida llena de cariño y comprensión.