**El Eco de la Condena: La Resurrección Prohibida de un Mago Ególatra**

Había una vez un mago llamado Eleazar de la Moravilla, conocido no solo por su deslumbrante atractivo físico y musculatura imponente, sino también por su arrogante naturaleza y profundo narcisismo. Provenía de una larga línea de magos de pura sangre, y nada le importaba más que la pureza y prestigio de su apellido. A los 20 años, Eleazar se encontró en una encrucijada cuando su único hijo, un niño inocente y pequeño de dos años, resultó ser un squib, es decir, un no-mágico nacido de padres con habilidades mágicas. Eleazar, obsesionado con la dureza de su linaje e incapaz de tolerar la vergüenza de tener un hijo sin magia, tomó la decisión más cruel e insensible: entregó a su hijo a un orfanato muggle, prometiéndose a sí mismo que nunca permitiría que su apellido cayera en el desprestigio. Los años pasaron y Eleazar continuó con su vida, enfocado en sus propias ambiciones y persiguiendo su imagen impecable dentro de la comunidad mágica. Un día, una carta llegó inesperadamente, convocándolo a presentarse en el orfanato donde había dejado a su hijo. Desconcertado, pero impulsado por la curiosidad, Eleazar asistió. Al entrar en el orfanato, sus ojos se llenaron de una mezcla de sorpresa y horror al ver a su hijo, ahora un joven de 17 años, convulsionando y agonizando. En ese instante, todo su egoísmo e indiferencia se convirtieron en un remolino de culpa y arrepentimiento. Se arrodilló junto al joven, su voz quebrada por la desesperación. —Resiste, te sacaré de aquí y buscaré los mejores médicos. No morirás, por favor, resiste. Perdóname por abandonarte. El sentido de urgencia en sus palabras se intensificó cuando vio al joven exhalar su último aliento y quedar inmóvil. Destrozado por el dolor y la culpa, Eleazar se negó a aceptar la pérdida de su hijo. Utilizando su magia, aplicó un hechizo de preservación sobre el cuerpo y lo llevó a su mansión. En una habitación especial, colocó el cuerpo y susurró, —Ahora vengo hijo, te levantarás y vivirás, no me importa lo que tenga que hacer. Con su ambición y desesperación como combustible, Eleazar pasó noches enteras buscando formas de devolver la vida a su hijo. Una noche, el fantasma del joven se presentó ante él, su presencia etérea emanando una tristeza palpable. —Déjame descansar, padre. Ya estoy muerto. Hiciste mucho daño. No perturbes más mi sueño; lo que estás intentando va en contra de la naturaleza. Pero Eleazar, cegado por su obsesión, apenas escuchó las palabras del espectro. —Al fin, tengo mi último ingrediente para que vivas. Perdón por esto, hijo. Con un movimiento rápido y calculado, Eleazar usó una botella encantada para capturar y encerrar el fantasma del joven, sellando sus últimas esperanzas de paz. —Ahora hijo, ya encontré la manera de que vivas. Debo sacrificar una vida y ofrecerla para que revivas, y la víctima la tengo retenida en el sótano. Usé mi carisma para seducirla y capturarla. Eleazar descendió al sótano, donde una joven estaba encadenada y atemorizada. Horas después, el sacrificio humano fue completado, y la vida de la cautiva se extinguió. La magia oscura que Eleazar invocó hizo que su hijo reviviera, pero este ya no era el mismo. Su alma estaba perturbada y su mente alterada. Para asegurarse de que el joven nunca lo rechazaría, Eleazar alteró sus recuerdos, moldeando la mente de su hijo para que olvidara el abandono y solo conociera devoción hacia su padre. Eleazar no perdería a su hijo nuevamente, aunque las consecuencias de sus actos aún estaban por revelarse.