**Ecos del Silencio: La Trágica Historia de un Amor Matado por la Vanidad**

En una lujosa mansión a las afueras de la ciudad vivía dos personas cuyas vidas no podían ser más diferentes. Gabriel, un joven de 16 años, de buenos sentimientos, amante de la lectura y con una salud delicada, sufría de bullying constante en su escuela. Su vida hogareña no era mejor; su propio padre, Alejandro, un actor y modelo de 32 años, musculoso y narcisista, lo trataba como un simple criado. Alejandro, embriagado por la fama y las luces del espectáculo, despreciaba a su hijo, a quien consideraba una decepción. Pero no siempre fue así. Cuando Gabriel nació, su madre, incapaz de afrontar la responsabilidad, lo dejó con Alejandro. El joven padre, entonces, lo amaba profundamente. Por Gabriel, luchó duro para salir adelante y le prometió que nunca le faltaría nada. Sin embargo, la fama, la vanidad y los placeres de la vida glamurosa lo sedujeron y lo hicieron olvidar su propósito inicial: su hijo. En la preparatoria, Gabriel era acosado y repudiado. Los constantes abusos, sumados a su frágil salud, hacían de su vida un infierno. Desesperado por encontrar paz en sus últimos días, un día decidió abandonar la casa. Al verlo irse, Alejandro, en un despliegue de crueldad, le dijo: "Al fin me deshice de ti. Eres un estorbo. Desearía que nunca hubieras nacido." En ese momento, unos hombres armados irrumpieron en la mansión. Habían sido contratados por una examante despechada de Alejandro, deseosa de vengarse por las promesas rotas y el corazón destrozado. En un arranque de valor, Gabriel se interpuso ante una bala que iba dirigida a su padre y cayó al suelo. Con su último aliento, dijo: "Adiós, padre. A pesar de todo, te amo y te perdono." Aquel instante cambió a Alejandro para siempre. La culpa y el remordimiento lo abrumaron. Se arrodilló junto al cuerpo de Gabriel, suplicándole que resistiera. Pero era demasiado tarde; el joven exhaló su último suspiro. Tres días después, se llevó a cabo el funeral. Alejandro, destrozado y consumido por el dolor, lloró amargamente. Gabriel fue sepultado con el apellido de su padre, en el mausoleo de la mansión. La culpa del padre, sin embargo, empezó a minar su cordura. A menudo se lo veía hablando solo, imaginando que su hijo estaba vivo y que disfrutaban juntos de momentos de calma y afecto. La situación empeoró cuando Alejandro comenzó a ponerse violento cada vez que alguien mencionaba la muerte de Gabriel. Una de las criadas fue asesinada por Alejandro cuando lo sugirieron que el hombre debía ser internado en un manicomio. “El joven lleva muerto tres semanas,” escuchó decir al pasar; fue suficiente para desatar su furia. Otra de sus amantes, sin sospechar el grado de locura, se atrevió a mencionarlo durante una de sus citas. “Tu hijo está muerto,” dijo entre palabras. Alejandro, incapaz de soportar la realidad, la ahorcó mientras repetía: “Mi hijo no está muerto. Él está en su habitación.” El fin inevitable llegó; Alejandro fue internado en un manicomio, su mente perdida en un tormento de arrepentimiento y delirio. Pasaba los días hablando solo, imaginando que Gabriel aún estaba allí. Aunque físico recluido, nunca dejó de vivir en el mismo infierno que él mismo había creado, conviviendo con el espectro del hijo que había perdido y que nunca había sabido valorar. En su habitación acolchonada, la voz rota de Alejandro aún murmura: "Gabriel, hijo mío, perdóname."