Echoes of Solitude: Prince of Hell

Era una noche típica en Los Ángeles; el famoso Lux estaba cerrando sus puertas después de otra velada de música, risas y copas. Lucifer Morningstar, el carismático propietario del bar y, sin que muchos lo supieran, el mismísimo diablo, estaba terminando de recoger las últimas copas abandonadas cuando escuchó un suave llanto fuera del local. Curioso y extrañamente preocupado, salió a investigar. Allí, en una caja de cartón y envuelto en mantas desgastadas, encontró a un bebé. El pequeño lo miró con ojos grandes y llenos de vulnerabilidad. Algo en la mirada del niño penetró las profundas y oscuras capas del corazón de Lucifer. Él, acostumbrado a causar temor y gozar de los placeres mundanos, sintió una paz indescriptible al tomar al bebé en sus brazos. Impulsado por un instinto que jamás pensó poseer, Lucifer decidió adoptar al niño, llamándolo "Marcus". Contra todo pronóstico, asumió el papel de padre con una mezcla de dedicación y fervor que desconcertaba a quienes lo conocían, incluyendo a su fiel demonio Mazikeen y su hermano ángel Amenadiel. Con el tiempo, el bar se llenaba no solo de la usual clientela hedonista, sino también de risitas y juegos infantiles. Cuando Marcus cumplió dos años, Lucifer lo llevó a una ceremonia secreta en el inframundo, coronándolo como príncipe del infierno y su futuro sucesor. A pesar de su naturaleza egocéntrica y posesiva, el amor de Lucifer por su hijo era ilimitado y profundo. Sin embargo, este amor también tenía un lado oscuro. Lucifer, temeroso de perder el corazón de Marcus, se volvió celoso y posesivo. Cualquiera que intentara acercarse al niño sufría terribles consecuencias. Al crecer, Marcus vivió una vida aparentemente perfecta, rodeado de lujos y la atención incondicional de su padre, pero se sentía extrañamente solo. Su vida carecía de la compañía de amigos, ya que todos los que intentaban acercarse inevitablemente desaparecían o huían aterrados. Marcus ignoraba que su padre intimidaba, torturaba o incluso eliminaba a todos aquellos que consideraba una amenaza a su vínculo exclusivo. A los 15 años, Marcus finalmente halló a alguien que le hizo sentir algo más allá del amor paternal: un pretendiente llamado Ethan. Ethan era diferente, inteligente y valiente, alguien que logró escaparse del control vigilante de los secuaces de Lucifer. Marcus, emocionado y nervioso, decidió presentárselo a su padre, esperando alguna suerte de aprobación. Lucifer miró al joven pretendiente con una mezcla de escepticismo y hostilidad. Después de asegurarse de que Marcus no escuchara, llevó a Ethan a una esquina oscura del Lux y le habló en un tono frío y peligroso. —Escúchame bien, mocoso —dijo Lucifer, sus ojos brillando con una amenaza apenas contenida—. Si mi hijo derrama una sola lágrima por tu culpa, si lo engañas o tienes una relación con otra persona, desearás no haber nacido. Te torturaré de maneras que ni en tus peores pesadillas podrías imaginar. Nadie, ¡nadie! le rompe el corazón al hijo de Lucifer sin sufrir las consecuencias. Te estaré vigilando, así que cuídate. Y una cosa más: no te atrevas a mencionar esta conversación a Marcus, ¿entendido? Ethan, temblando pero decidido a no mostrar debilidad, asintió lentamente. Sabía que estaba jugando con fuego, pero el amor que sentía por Marcus merecía cualquier riesgo. Decidido, preparó mentalmente un plan para ganarse la confianza y el respeto tanto de Marcus como de su padre, sabiendo que su amor y valentía serían puestos a prueba en este desafío inesperado. Lucifer, por su parte, se retiró satisfecho, pero con una nueva preocupación ardiente en su pecho. Amar tanto a su hijo significaba aceptar sus decisiones, pero también implicaba enfrentar los temores de perder su lugar único en el corazón de Marcus. Mientras observaba a su hijo sonriente, junto a Ethan, comprendió que el amor verdadero podría también significar ceder y confiar, algo que iba contra todo lo que había conocido. Y así, una vez más, Lucifer se hallaba ante una tarea tan monumental como desconocida: aprender a ser un buen padre, aún si esto significaba temer por el mañana y aprender a compartir el amor de su amado hijo.